Por Fernando Giudici.
Edición: Marisol Vedia.
“Cuando el investigador se limita al instante presente de la vida de una sociedad, será, en primer lugar, víctima de una ilusión, porque todo es historia: lo que se ha dicho ayer es historia, lo que se ha dicho hace un minuto es historia. Pero, sobre todo, el investigador se condena a no conocer este presente, porque sólo el desarrollo histórico permite valorar los elementos actuales y estimar sus relaciones respectivas”
(Lévi Strauss, en Waisman, M., 1977, p. 7).
La historiografía como campo de investigación
La historiografía en general, es definida como un abordaje metodológico, es un modo de producir conocimiento en el campo de la historia, que ya no se ocupa de la enumeración cronológica de acontecimientos históricos, sino que su objetivo es construir procesos de conformación y de significación desde la visión del que construye la narrativa. Esto implica que depende, en primer lugar, de un ejercicio de interpretación por parte del sujeto que investiga, quien selecciona y acude a otros campos de conocimiento que no se circunscriben a la historia, sino que intenta comprender estos procesos, apelando a campos de conocimiento y fuentes como la geografía, antropología, a la sociología, campos que el investigador considera necesarios para una identificación e interpretación de contexto del objeto investigado.
Así, si el objeto de estudio a abordar desde la historiografía es la arquitectura, interpretarla y describirla, exige valernos de una serie de recursos literarios para contextualizar sus discursos y de este modo, construir argumentaciones. Por tanto, resulta necesario ubicar la obra en tiempo y espacio, vincularla con producciones arquitectónicas contemporáneas, anteriores y posteriores para lograr resumir una serie de relaciones causales que sin ellas sería incomprensible el proceso de interpretación. Puede ocurrir que en general estas referencias resulten extrañas al estudiante y sea necesario revisar en otras bibliografías o indagar dentro del mismo texto, para comprender el contexto de lo que se intenta explicar o describir.
La historia general, entendida desde una mirada enciclopédica, es una referencia directa y necesaria para la comprensión de los hechos geopolíticos que acontecieron y posibilitaron la producción de la arquitectura como un fenómeno más, de los tantos productos creados por las sociedades en su devenir histórico.
No todos los hechos históricos están directamente vinculados con la producción arquitectónica, pero si tenemos en cuenta a las grandes obras de arquitectura del mundo, es claro que su proceso de proyectación y luego construcción, demandaron tiempo, trabajo e inversión, pero sobre todo implicó la decisión política de los grupos de poder para su realización. Estas ideas o conceptualizaciones son abordadas por la historia general. Los autores de la historiografía de la arquitectura suelen ser muy selectivos acerca de los aspectos de la historia general que ponen de relieve, a veces son enunciados y otras, se dan por supuestos, lo que presenta algunas complicaciones de comprensión para el estudiante novato a la hora de entenderlos. Por ejemplo, si hablamos de una obra del renacimiento como la Iglesia de Santo Espíritu proyectada por Fillipo Brunelleschi, construida luego de su muerte en la ciudad de Florencia, los autores de la historiografía, nos hablarán del “pensamiento humanista”, de las clases sociales como la “burguesía”, de las familias tradicionales florentinas que son los “mecenas de los artistas”, de la economía de las “ciudades estados”, del “mercantilismo”, etc. En nuestro caso, el latinoamericano, hablaremos de “mestizaje”, “coloniaje”, “apropiación cultural”: todos conceptos que sirven para comprender el contexto de producción social de la arquitectura y que han sido desarrollados con más detalle por la historia general.
Algo muy parecido, nos sucede si además de la arquitectura, como objeto de estudio, elegimos el pensamiento proyectual de un arquitecto. Desarrollar un ejercicio de historiografía, sobre el pensamiento de un arquitecto, es indagar en aspectos de la teoría de la arquitectura, de la historia de la arquitectura, de la crítica, pero sobre todo se trata de investigar acerca de lo que se relata sobre su vida, aquellos aspectos que marcaron su carácter, formación ética y profesional, sus elecciones estéticas, y el contraste con su producción arquitectónica. Interpretar su pensamiento exige un trabajo de “poner en contexto”, se trata de investigar en algunos elementos de su subjetividad, de modo tal de obtener ayuda para contextualizar y así valorar su producción.
La conformación de la Ciudad latinoamericana. Una aproximación.
Notas sobre el texto “Latinoamérica. Las Ciudades y las ideas” de José Luis Romero.
Latinoamérica se constituye a partir del siglo XVI, como una proyección del mundo europeo, mercantil y burgués y la ciudad, fundada en las colonias portuguesas y españolas, se comportó como un vigoroso centro de poder, asegurando la presencia de la cultura europea.
Desde la ciudad, se organizó y dirigió un proceso económico trazado por los grupos dominantes, modelando el perfil productivo de las regiones sobre las que ejercía influencia. Los grupos sociales fueron decididamente urbanos e intentaron cumplir ese rol desde los primeros tiempos de ocupación, como también a lo largo de los procesos de configuración de las áreas rurales. (Romero, J. 1976).
La historia latinoamericana se desenvuelve en las relaciones entre lo urbano y lo rural, la ciudad y el campo. La ruralidad es una condición básica de dominio y producción territorial que es posible ser percibida como más estable a través de los primeros siglos de la conquista, pues son las ciudades las que van a presentar las transformaciones más profundas. Estos cambios, fueron impulsados por el pensamiento y las ideas de los grupos sociales tanto locales como extranjeros, y el impacto generado por las relaciones económicas y los intereses políticos propios del proceso de conquista. Dentro de los territorios hispanoamericanos, durante el siglo XVI, la nueva sociedad se conformó por grupos sociales que generaron cierta dependencia de las sociedades rurales, respecto de las ideas económicas que estos grupos aportaron sobre la explotación de los territorios rurales. La conquista española, en suelo americano, se propuso construir una sociedad urbana, burguesa y transformadora. Esta sociedad imaginada y deseada era producto de la experiencia en el territorio europeo peninsular que demandó cinco siglos, a través de la edad media, desarrollando una ciudad moderna. La idea de esa ciudad moderna, descansaba en el rol que desempeñaban los grupos sociales, pues ellos impulsan el mercantilismo como sistema económico, estadío previo al desarrollo del capitalismo de siglos después. El poder económico ejercido de forma centralizada por los dueños de la tierra y la iglesia, durante la edad media, ya había sido compartido con nuevas clases sociales que intervenían con mayor libertad en las relaciones económicas de intercambio a través de las rutas entre el mar Mediterráneo y América.
El mundo prehispánico con el que se encontraron los gestores de la conquista, era eminentemente rural -desde la concepción europea-, salvo por algunos centros como Tenochtitlán en el actual México o Cuzco en Perú. Estos centros urbanos despertaron la admiración de los conquistadores, como Pizarro y Cortés, quienes además advierten la capacidad que poseían algunos pueblos, en el desarrollo de tecnologías y saberes técnicos avanzados.
El problema de “lo urbano” en estas ciudades, para los conquistadores, no distaba mucho de lo conocido en Europa, pues en ellas, se presentaban elementos que habían sido desarrollados desde las polis griegas o ciudades romanas. La organización y construcción de las edificaciones, las parcelas, caminos y rutas de acceso, el emplazamiento de los centros de poder y religiosos, el aprovisionamiento de agua y de productos, rutas comerciales y mercados, eran parte constitutivas de centros como el Cuzco, por mencionar un ejemplo. Estos centros fueron objetivos claves de conquista y destrucción dado su poder simbólico y administrativo en las culturas americanas, por lo que fue clara la acción de superponer sobre sus cimientos, las nuevas ciudades, ahora centros de la conquista. Así surgieron ciudades como Tlaxcala y Cholula, Bogotá, Huamanga, Quito y especialmente México y Cuzco. En estas megas intervenciones urbanas estuvo presente la meta de borrar los vestigios de las culturas precedentes y los proyectistas de la conquista lo cumplieron de forma implacable, actuando como si estos territorios conquistados fueran culturalmente vacíos de contenido.
Se trataba de desarraigar a los habitantes, para luego incorporarlos al sistema económico que impusieron a lo largo del proceso de la conquista. Es así que la intención que puede interpretarse en las operaciones territoriales y urbanas de la conquista, apuntan a la instauración de una nueva Europa sobre un suelo considerado vacío de productos culturales preexistentes, cuya geografía sería ahora nombrada y significada según las necesidades del proceso colonizador. La corona española imaginó desde un principio, su imperio colonial como una red de ciudades, aunque en las haciendas los encomenderos se hacían fuertes y las actividades extractivas como la minería de metales preciosos en yacimientos como los de Potosí, Bolivia, eran claves y se volvieron objetivos primordiales. Esta red debía servir para poblar el territorio y constituir un modelo de sociedad urbana a partir de fortalecer los vínculos entre colonos y aprovechar la fuerza de trabajo de los pueblos originarios, por lo que todos los actores del proceso de conquista, resultaban necesarios en la creación de esta nueva sociedad y la ciudad era el instrumento clave para conducir esta gesta.
La fundación de la ciudad, más que determinar la forma de la misma sobre el territorio, tenía la misión de crear y albergar una nueva sociedad. La sociedad colonial debía reunir ciertas características, ser homogénea, militante de la gesta conquistadora y compacta, es decir no demostrar fisuras ni desacuerdos, con el fin de lograr apropiar los elementos y sujetos disponibles, (naturaleza, grupos humanos, recursos, etc.) para utilizarlos y lograr el designio preestablecido por la corona española. La gesta española, poseía una concepción, es decir una teoría acerca de la sociedad colonial, de su cultura y de su experiencia sobre el territorio, esta experiencia como práctica concreta debía tomar la realidad americana como inerte y amorfa y así otorgarle un nuevo sentido social, desde una ideología eurocentrista, blanca y burguesa.
Por lo tanto, la otra posibilidad, la de permitir que los grupos sociales preexistentes pudieran desarrollarse y generar cierta autonomía, debía anularse a toda costa. A tal punto el proyecto social de la conquista debía promover una nueva sociedad, que se intentó evitar las situaciones de mestizaje, tal cual se dieron en la época de la conquista musulmana en el sur de la península Ibérica. Ante todo evitar el riesgo de la aculturación, es decir que la nueva sociedad quede absorbida por los grupos originarios perdiendo su identidad y rasgos culturales.
La red de ciudades debía constituir una red de sociedades compactas y homogéneas que en el ejercicio de su formación lograran establecer un sistema político jerárquico apoyado en una sólida estructura ideológica que pautaba la monarquía cristiana, conformada y reforzada en las luchas contra los musulmanes y los grupos protestantes que se habían constituido luego de la Reforma Luterana.
La América debía ser hispánica, y católica, y sobre todo un imperio colonial dependiente del centro europeo y sin expresión propia. Debía comportarse como una gran periferia del mundo metropolitano y ser reflejo de todas las acciones y reacciones de éste. De tal forma que debía impedirse cualquier movimiento de diferenciación entre la imagen y el reflejo, a tal punto que esta ideología termina casi en el delirio de moldear una realidad que en las colonias era eminentemente caótica, de tal forma que se desarrollaron procesos socio culturales incontenibles y el designio que fuera una vez pensado y proyectado según la red de ciudades, quedó frustrado.
Si bien, tanto en lo administrativo como en lo político, las ciudades procuraron reflejar las ideas e ideologías con las que fueron fundadas, dentro del sistema colonial, de a poco, fue necesario resolver problemas coyunturales específicos de cada región. Si se toma, por ejemplo, la diversidad de geografías y de paisajes que contiene el territorio latinoamericano, el esquema de unas ciudades homogéneas no era posible de concretar física ni socialmente. Por lo que las ciudades fueron perdiendo un carácter genérico y adoptando uno específico.
Las políticas económicas mercantilistas, desde los centros europeos, incluyeron a Latinoamérica como parte del sistema de intercambios y las ciudades de la conquista tuvieron que administrar sus propias posibilidades de crecimiento a través de los grupos sociales más progresistas. La provisión de ciertas materias primas que no se conseguían en Europa, colocó a algunas ciudades, en situación privilegiada. Las diferencias entre el modelo conceptual teórico de ciudad y sociedad metropolitana con el de la ciudad real fueron permitiendo que, esa primera ciudad del acta, el escribano, la espada y la cruz, por decirlo de un modo poético, se fuera transformando en una ciudad real situada en un contexto propio.
En el diálogo entre la ciudad ideada por los españoles y la ciudad real, la ciudad americana trazó su propio curso en un vasto y heterogéneo territorio y cada una de estas ciudades moldeó su rol en el contexto del conjunto de ciudades.Esta ciudad real fue la de los vecinos que se quedaron allí, luego de la fundación, logrando edificar sus casas o instalándose en una casa ajena temporalmente o incluso de los que se resignaron a una mísera vivienda que definía su estado de marginalidad e inestabilidad, luego de haber sufrido una epopeya para llegar a estas tierras desconocidas e inhóspitas. De aquellos que lograron subsistir con su trabajo, de los que lograron poblar sus calles y plazas mayores, de los que lograron resolver los problemas cotidianos y de los que enfrentaron los conflictos sociales y políticos que orientaron sus destinos ciudadanos. La ciudad fue cobijo y proyecto de los herederos y de los hijos de sus hijos, de los marginados que de a poco fueron encontrando un lugar para vivir. La ciudad se fue poblando con habitantes reales, algunos españoles, otros criollos, indios, mestizos, negros, mulatos y zambos, todos compartiendo un mismo espacio a pesar de las diferentes jerarquías que su condición implicaba socialmente. Esta nueva sociedad urbana, como idea y como experiencia, fue tomando conciencia del valor de su historia y constitución, de los problemas resueltos, del cambio y de cómo se sucedían las generaciones de habitantes y de alguna manera, algunos lograban movilidad en su status social. Esta lenta movilidad, estaba vinculada ciertamente a los cambios logrados por las necesidades que eran de alguna manera resueltas y dejaban en ventaja a una familia sobre otra.
Con el tiempo, fue necesario para los habitantes de la ciudad, poder precisar cuál era la real función de la misma. Lo que la Corona Española había dictado, era compartido por todas las ciudades de nueva fundación, pero cada una de ellas, a su vez, desempeñaba roles: puerto, enclave militar, centro minero o centro mercantil, como parte de rutas estratégicas dentro del sistema del virreinato. Con el tiempo la sociedad que le dió vida a la ciudad, a través de sus prácticas sociales, definiría este rol específico para la misma. El carácter urbano de estas ciudades, contenía la interpretación que sus habitantes hacían de su pasado, e imprimía un proyecto para su futuro. Es evidente que la ideología que definiría el rol de la ciudad, es decir con la que se identificaría, paulatinamente sustituiría al imaginario colonial. Es decir que sobre esa concepción homogénea de la red de ciudades, se desarrollaría otra decididamente heterogénea, que permitiría a la ciudad y sus habitantes decidir sobre sus destinos. No fue posible que la ciudad tomara nuevos destinos, sin el desarrollo de un grupo social más progresista, que tuviera dentro de sus intereses individuales la necesidad de proyectarse a intereses colectivos.
El impacto mercantilista europeo, más específicamente de las potencias como Francia, Inglaterra, Alemania y Holanda, que conquistaron las costas de Asia y África, impulsando sus colonias durante el siglo XVIII, transformó a las ciudades latinoamericanas de manera directa. La constitución y empoderamiento de una incipiente burguesía local, permitió que la ciudad americana se conectara con los intercambios comerciales internacionales. Mientras que algunos grupos sociales hidalgos, herederos de la posición privilegiada de la tradición colonial, llevaron a sus ciudades al estancamiento, otras ciudades, debido también a su localización geográfica estratégica, desarrollaron sus posibilidades comerciales y de producción de mercancías acelerando sus relaciones con el mercado internacional, superando incluso, las relaciones con la Corona Española. Dentro de la ideología sustentada por las burguesías progresistas, respecto de sus intereses económicos y de movilidad social, se especulaba sobre la idea de iniciar procesos independentistas y así gobernar sus propios destinos. En tal sentido, es necesario considerar que dichos procesos tuvieron un inicio al interior de cada ciudad, para luego ser compartido con otras y de allí lograr acuerdos hacia un concepto de nación. De igual forma, los grupos sociales urbanos supieron sumar a las poblaciones rurales que, establecidos ya como dueños de la tierra, necesitaron de la ciudad para poder formar parte del sistema mercantilista internacional. Estas élites rurales, se transformaron en un nuevo grupo de poder, que si bien compartía parte de los ideales de progreso de la burguesía local, no dejaría de ejercer poder desde el dominio de las tierras para producción agrícola y ganadera.
El proceso independentista de las colonias impulsó en las ciudades, un doble proceso de transformación de la misma. Por un lado, su organización social y administrativa comercial, debía adecuarse a los modelos europeos, sobre todo en lo que refiere a tratados comerciales, la organización de nuevas instituciones locales que permitieran desarrollar los procesos de exportación de materias primas. Pero también en la organización administrativa política, ya que fue necesario legislar nuevas relaciones institucionales entre las naciones y empresas comerciales que llegaban a los puertos latinoamericanos. Por otro lado, quienes gobernaban las ciudades debieron atender a las presiones de los grupos sociales internos que reclamaban un lugar en el nuevo escenario. Las antiguas diferencias sociales que el modelo social colonial había impuesto, fueron mutando a situaciones de mayor igualdad de derechos. La legislación europea y la norteamericana fueron modelos para definir un marco legal para las nuevas operaciones políticas y económicas de la ciudad independiente. Es decir que los procesos de transformación de las ciudades, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, comprendieron aspectos más heterónomos, si por heterónomos se entiende a permitir que el contexto externo a la ciudad influya sobre sus destinos, y aspectos autónomos, si por autónomos se entiende atender a los problemas internos entre los grupos sociales propios de cada ciudad. La tensión entre los dos aspectos fue definiendo el nuevo rol de la ciudad y sobre todo puso en claro quiénes serían los actores de los nuevos cambios y del avance o retroceso económico.
El devenir del siglo XIX trae para las ciudades latinoamericanas, de manera muy marcada, la influencia masiva de los procesos de industrialización de las grandes potencias europeas como por ejemplo Inglaterra y Holanda. El desarrollo de los procesos de fabricación de productos superó el consumo interno y les permitió a través del desarrollo de sus flotas navales a vapor, abrir nuevos horizontes comerciales. En las nuevas ciudades independientes latinoamericanas, estos productos permitieron iniciar su ingreso a la modernidad, en términos de infraestructura, comunicaciones y herramientas para el desarrollo de la producción agrícola ganadera. Las burguesías locales ampliaron sus objetivos y lograron que los gobiernos iniciaran grandes obras para modernizar puertos y establecimientos de almacenaje para materias primas. La ciudad expandió su crecimiento de forma explosiva y se produjeron sucesivas olas inmigratorias que trajeron miles de familias desde Europa e incluso Asia. Las distintas inmigraciones sirvieron para abastecer de mano de obra a grandes establecimientos como ingenios, bodegas, frigoríficos, abastos, almacenes y primeras industrias de alimentos elaborados. Las ciudades se vistieron de grandes tiendas internacionales, se comercializaron tejidos ingleses, alimentos suizos, utensilios alemanes y franceses, conservas italianas y aceites griegos. Las grandes tiendas de comestibles necesitaron localizarse en el centro mismo de las ciudades y aquellas manzanas cuadradas que albergaron en el siglo XVI, unas cuantas casas a patios, ahora se densificaron, dando lugar a complejos edificios que en sus plantas bajas albergaban comercios y servicios y en sus plantas altas, viviendas mínimas para ser arrendadas a los inmigrantes y a los obreros que trabajaban en las industrias y mercados. La arquitectura tuvo, siempre un papel fundamental en el desarrollo de la ciudad latinoamericana. Siempre existieron modelos foráneos que fueron adaptados a las necesidades y al contexto real de producción urbana, desde la casa hasta la estación de ferrocarril.
Esta introducción pretende contextualizar, brevemente, cómo es que la producción de la ciudad y su arquitectura, han atravesado procesos que la crítica arquitectónica, a partir de 1960, ha podido procesar, comprender y documentar, y así asignarle un sesgo de identidad propia, pues en las últimas décadas, el debate se ha renovado. La arquitectura contemporánea, se presenta en la dicotomía de un par opuesto de procesos, los heterónomos, que siguen de cerca las vanguardias eurocéntricas y estadounidenses como faros en la niebla y los autónomos, que buscan comprender los propios procesos de producción de la arquitectura y construir nuevas teorías apropiadas y locales.
La producción de una arquitectura apropiada y apropiable en Latinoamérica: Primera Parte
Notas sobre el texto “Ensayo 10. Cartografías del tiempo. Notas socio-históricas sobre sociedad, territorio, ciudad y arquitectura americanas” de Roberto Fernández.
Resulta interesante comprobar que los fenómenos que fueron dando forma a las distintas producciones arquitectónicas latinoamericanas tienen, si no núcleos comunes, algunos bordes en contacto y dejan entrever que los procesos políticos, sociales y culturales de la producción de arquitectura tiene lazos comunes, sobre todo desde la época de la conquista española y la fundación de las actuales ciudades. Los procesos propios de mestizaje en Latinoamérica no sólo lograron unir algunas etnias, sino que sobre todo lograron fundir una serie infinita de productos culturales que fueron configurando la posibilidad de habitar los territorios y sobrevivir.
En estas sociedades (denominadas aluvionales o de cierta fluidez que escurre, como en el caso americano), la historicidad no es ni natural ni automática: debe ser construida y elaborada, y tienen la necesidad de lograr una maduración socio-institucional a lo largo del tiempo. Por el contrario, en los asentamientos europeos y orientales como el mundo islámico, la producción de hechos urbanísticos son producto del poderoso contexto de esa sedimentada historicidad, depósitos de experiencias que pueden otorgar cierto espesor a la novedad, que brinda referencia histórica a las nuevas producciones, en las que es posible “leer” cierta superposición de cada pequeña transformación de los asentamientos en procesos genealógicos que van determinando las formas habitativas.
En el caso de Latinoamérica, siempre en el contexto de la construcción y posibilidad del habitar moderno de sus territorios (contrario a la tradición pre moderna del Renacimiento del siglo XV), el desarrollo de los proyectos urbanísticos y arquitectónicos parece darse en un vacío de historicidad, como si la dimensión del espacio (natural) dominase y se antepusiese a la dimensión del tiempo (cultural). Esta performance, propia de la cultura de conquista española, superpuso un modelo de ciudad sobre lo prexistente, sobre todo en las culturas Azteca, Maya e Inca, y produjo un nuevo orden espacial que barrió con esa materialidad construida.
Es posible advertir cierta debilidad de la historicidad latinoamericana en el proceso de conformación del territorio, posterior a la conquista. Los procesos de penetración cultural a raíz de las corrientes colonizadoras europeas le imprimieron la primera configuración a nuestro territorio americano, mediante la fundación de ciudades de la mano del coloniaje español. Esta configuración luego será secundada por las corrientes inglesas y portuguesas (protagónicamente) cuyas lógicas impactaron en lo productivo-económico, con el consecuente impacto migratorio en la concentración y distribución poblacional. Estos acontecimientos le han otorgado un perfil experimental y una voluntad de laboratorio, que pareciera expresarse en un “presente eterno” o en una sistemática novedad: el eterno comienzo, localizado en la magnificencia del paisaje territorial. Éste fenómeno es fácil comprenderlo cuando estudiamos los cortes temporales de crecimiento de las ciudades latinoamericanas, y de cómo cada parte o fragmento de la misma ha tenido su posibilidad de crecimiento a partir de situaciones políticas y económicas que posibilitaron su existencia.
Las 1.200 ciudades fundadas por el proceso colonizador europeo son algunas de las manifestaciones de esta suspensión de la conciencia histórica o temporal, como necesidad de control del espacio. Esta fue una verdadera acción instantánea del sujeto de la modernidad europea, para poder dominar lo natural y dar lugar al habitar. Sin embargo, fue notable la sensación de desamparo ante el exceso natural, por ejemplo, del desierto o la selva, careciendo durante muchas décadas de la construcción del colectivo social.
Por ejemplo, la fundación de ciudades tuvo como objetivo un primer dominio del territorio y la posibilidad de generar enclaves, un lugar desde donde pensar una política económica que beneficiara a la corona española. Los primeros habitantes fueron militares, exploradores y clérigos. La dificultad más importante en los primeros doscientos años del proceso de colonización fue lograr un crecimiento demográfico sostenido. Pero a nuestro continente no arribaron familias que posibilitaran el logro de este objetivo, por lo que el mestizaje con los pobladores originarios fue la única manera de desarrollar una sociedad local que sostuviera la construcción de la ciudad que, se trataba no menos que un caserío disperso. De allí el modelo nómade del adelantado español, del inmigrante expatriado, del colono explotador: personajes que carentes de tiempo, memoria e historia en el aquí y ahí de la situación de conquista y fundación posible. Por ese motivo, la nostalgia y la memoria yacían en el viejo mundo y aquí se transformarían en depredadores de territorio, como cazadores de paisajes, como experimentadores de adaptaciones de experiencias de habitar y construir que no eran propias de Latinoamérica.
Desde luego que la historia europea de doce siglos ininterrumpidos de existencia ambiental (entendiendo a lo ambiental por la relación cultural y productiva entre sociedad y naturaleza) va a intentar ser re-construida, re-producida y transferida a la conciencia social de esas ciudades y comunidades en desarrollo. La mayoría de las dificultades se encontraban en no disponer de una tecnología y un conocimiento para reproducir edificaciones y situaciones urbanas que habían vivido en Europa. Hay una historia de momentos, fases, a veces interferidas u obstruidas por transiciones violentas entre una y otra- que dejaron las huellas o testimonios concretos, materiales y perdurables, que se sedimentaron y acumularon en el medio milenio de historia de nuestro continente colonizado. Es posible construir una lectura sintética de ese desarrollo, la que nos permitiría elaborar un mapa o matriz de tales capas y procesos, tal que en lo vertical percibiéramos la densidad de las superposiciones acumuladas históricamente y en lo horizontal, el despliegue de esa historicidad en niveles como la sociedad, el territorio, la ciudad y la arquitectura.
Sin estas lecturas es difícil comprender la arquitectura contemporánea y situar a arquitectos como Rogelio Salmona, Lina Bo Bardi, Eduardo Sacriste y Eladio Dieste en un contexto posible de desarrollo y producción de la arquitectura latinoamericana.
Caracterización de los rasgos comunes
Roberto Fernández, en su libro “Derivas”, elabora un cuadro comparativo que vincula una periodización posible para las culturas americanas en relación a la conformación del territorio y la producción de la arquitectura que nos resulta útil al contextualizar e intentar comprender ciertos procesos geopolíticos de nuestra historia. Cuando hablamos de periodización nos referimos a dividir el tiempo histórico en períodos en los que las distintas culturas americanas comparten similitudes.
Fase precolombina
En el período precolombino (previo a la conquista) y a pesar de la diversidad de desarrollos culturales a lo largo del continente, las sociedades presentaron un sentido de pertenencia con su espacio vital y revistieron un modo de transformación del espacio a partir de las técnicas y tecnologías desarrolladas. Lograron establecerse como culturas agrícolas y ganaderas, y en algunos casos lograron construir redes de comunicación que sirvieron para la conquista y dominio de otras culturas de menor desarrollo. Gran parte de sus construcciones que han trascendido el tiempo, tienen que ver con centros ceremoniales en los que prevalecían los acontecimientos colectivos vinculados a lo religioso y a los rituales de ofrendas y sacrificios a los dioses como tributo de mejores condiciones naturales para las actividades agrícolas. La construcción de viviendas se producía por agregación y los sistemas constructivos utilizados eran de baja complejidad tecnológica, ya que se trataba de materiales en general crudos y de origen mineral: tierra cruda secada como el adobe y la tapia; y vegetal: madera y hojas para las techumbres que periódicamente eran reemplazadas. La excelente calidad de la construcción en piedra que caracterizó las ciudades de las culturas más desarrolladas, como la Azteca, Maya e Inca, perduró en el tiempo, ejemplos como Machu Picchu, Sacsayhuaman en Perú, Chichén Itzá o Palenque en México son ejemplos contundentes.
Fase colonial
El período de conquista nos interesa especialmente porque nos permite comprender el proceso de mestizaje que se produjo en nuestro territorio. Los grupos sociales que llegaron al continente provenientes de Europa, tenían un objetivo claro vinculado a extracción y comercio de minerales preciosos y de cualquier tipo de producción agrícola que pudiera redituar semejante esfuerzo de expedición de conquista. Casi todos los grupos de expedicionarios llevaban claras las acciones y representaban los intereses de los gobiernos y reinos de Europa. En el siglo XV, la Iglesia Católica representaba a uno de esos grupos de poder y tuvo un papel fundamental en los modos y estrategias de coloniaje y mestizaje, a través de las órdenes monásticas y sus representantes.
Los nuevos territorios apropiados pasaron a tener centros de control y distribución de las operaciones extractivistas. Muchos de estos centros productivos fueron ciudades, Bogotá, Lima, Potosí, Santiago, Córdoba, Quito, Pernambuco, Belo Horizonte, fueron algunas de ellas y lograron concentrar a lo largo de los primeros doscientos años mucha población y organizaron cierta matriz productiva regional. Las encomiendas indígenas, que fueron modos de organización de la explotación y exterminio de los pobladores originarios también terminaron siendo centros urbanos, ya no tan planificado y ordenados como los que se fundaron luego de la puesta en marcha de las Leyes de Indias.
La organización inicial de la ciudad de fundación española, contaba con una cuadrícula principal conformada por 9 a 25 solares o manzanas alrededor de la plaza principal, luego los solares frente a la plaza eran ocupados por los edificios principales (la iglesia, el cabildo y el destacamento del ejército).
Aunque al principio no fueron más que pequeñas construcciones humildes, en las ciudades más importantes del virreinato de Méjico o del Perú, la arquitectura tuvo una escala monumental y de muy buena construcción. El caserío que rodeaba a la plaza no fue más que una mala copia de las casas heredadas de la cultura mudéjar, ya mestizada entre los españoles y los moros que dominaron ocho siglos el sur de la península ibérica. Recién sobre finales del siglo 17 comenzaría a emerger los barrios más importantes de las ciudades capitales como La Habana, Cuzco, Lima, Méjico, Quito, Caracas, etc. (Ver Figuras 2 y 3).
Fase republicana
El siglo XIX dio paso al desarrollo de los movimientos independistas, como consecuencia la debilidad de las coronas de España y Portugal ante la conquista napoleónica de la península ibérica. Los virreinatos quedaron sin cabeza y esto propició el clima necesario para lograr conquistar y moldear las distintas soberanías y la posterior constitución de los estados latinoamericanos. Los procesos inmigratorios fueron creciendo ante la posibilidad de incorporarse como nueva mano de obra y nuevas tecnologías producto de la avanzada industrial de los países que dominaban el mercado internacional como Inglaterra y Francia, y también con la consolidación de los modelos agroexportadores en cada nación o la explotación minera a gran escala. La introducción del ferrocarril fue clave para consolidar la importancia de las ciudades puerto (dentro el efecto de la industrialización europea) como rutas necesarias; y dentro de ese intercambio cultural, la importación desde estas ciudades portuarias de modelos arquitectónicos y urbanos franceses, ingleses y alemanes y las costumbres de urbanidad europea. Así, Buenos Aires, Montevideo, Lima, etc. tuvieron sus barriadas afrancesadas, sus palacios urbanos y suburbanos y la mayoría de los edificios institucionales de los recientes estados soberanos, comenzaron a pensarse como copia de los modelos franceses, ingleses y norteamericanos. El crecimiento de las ciudades sede de los gobiernos centrales fue importante, dando surgimiento a barrios periféricos a los centros fundacionales, del que ya poca arquitectura colonial quedó, salvo algunas excepciones como Quito, Cuzco, Valparaíso o San Salvador de Bahía, que conservan varios edificios de la época de los virreinatos. En este período nos encontramos en el umbral de cambio inédito, entre la posibilidad de hacer ciudad y arquitectura sólo por constructores con experiencia local a ser producto del proyecto urbano pensado y desarrollado por arquitectos e ingenieros, muchos de procedencia europea.
Fase populista
Sobre principios del siglo XX y producto de algunos fenómenos culturales de escala mundial, se percibe una posibilidad de crecimiento y de nacionalización de muchos procesos productivos, de infraestructura y comerciales de las distintas naciones latinoamericanas. Europa avanza hacia dos guerras mundiales que dejan como saldo devastación, hambre y pobreza. La mayoría de las ciudades importantes europeas que fueron centro de operaciones militares fueron bombardeadas y destruidas. Europa entera se aboca a la reconstrucción de los centros urbanos más importantes y de sus monumentos principales. El centro del poder económico va a ser reemplazado por los Estados Unidos, sobre todo en la Segunda Guerra Mundial, mientras Europa se recompone económicamente y políticamente. La separación entre los estados que quedaron al oeste y al este de la cortina de hierro conforma un nuevo mapa de poder que va a dominar las tensiones económicas y sociales de las cinco décadas siguientes.
Varios estados americanos logran avanzar en procesos de desarrollo tecnológico y científico que les da la oportunidad, ante las nuevas ideas de progreso e intervención de los estados en la matriz productiva, acumulación de capital, independientes de los países europeos participantes de las dos guerras. Las universidades latinoamericanas ya son un hecho, y en algunos países la educación superior son políticas públicas, conformando una red de centros educativos como expresión de un proyecto de país. En estos centros se formarán un colectivo de arquitectos que darán inicio a un proceso de modernización de la arquitectura, tomando como modelo algunas utopías teóricas de escuelas como la Bauhaus o el werkbund alemán, el vchutemas y el constructivismo ruso, todas experiencias pedagógicas que fruto de la guerra emigraron principalmente a Estados Unidos. La arquitectura se transforma en la herramienta cultural para encarar los principales proyectos de los estados nacionales, para administrar el crecimiento de las ciudades sede de la administración política y darle forma a los barrios periféricos para las masas obreras que se localizan en relación a los nuevos parques industriales.
Mientras que la arquitectura de fines del siglo XIX no logra dar solución a los problemas de la demanda de vivienda social y equipamiento urbano como establecimientos educativos, salud y de seguridad social, la visión moderna de la arquitectura de principios del siglo XX, lo hace y con una orientación a los principios de origen racionalista y funcionalista.
La mayoría de las escuelas de arquitectura formaban a sus estudiantes bajo las reglas y formatos de arquitectos como Mies Van der Rohe, Le Corbusier, Walter Gropius, Hannes Meyer, Marcel Breuer, Louis Sullivan, Adolf Loos, quienes en las primeras décadas del siglo XX sentaron las bases de una arquitectura que se autoproclamó de vanguardia, que busca dar solución a los problemas urbanos y arquitectónicos de la mayoría de las ciudades que se encuentran en plena reconstrucción.
La arquitectura que proclamaron, se desnudó de motivos y formatos históricos e intentó crear un nuevo lenguaje, abstracto, en donde los elementos clásicos que habían caracterizado a la forma y la espacialidad de la arquitectura monumental europea desde los griegos hasta el racionalismo francés del siglo XVIII, ahora deben ser abandonados. Fundaron congresos internacionales para divulgar y debatir sus ideas y proyectos, los CIAM – Congreso Internacional de Arquitectura Moderna- fueron diez y dejaron un catálogo de experiencias urbanas y arquitectónicas sobre el papel, pero no materializadas y construidas en su totalidad.
Gran parte de los arquitectos latinoamericanos que sentaron las bases de una arquitectura más comprometida con el lugar y con los modos de vida y costumbres de nuestro continente, se formó en escuelas de arquitectura que seguían los patrones formales del CIAM. No obstante, fueron capaces de mirar desde otra perspectiva, de interpretar la realidad propia y de construir un posicionamiento distinto y distante al mandato de los países centrales y situado en los problemas latinoamericanos.
Fase globalizada
Superada la mitad del siglo XX, los países latinoamericanos ya forman parte del fenómeno global económico y cultural. No obstante el impacto del modelo de estado de bienestar de finales de la última posguerra que posibilitó un impulso en el desarrollo de las economías de la región, estos países pasaron a consolidar fuertes lazos de dependencia con los países centrales y sus lógicas culturales, a través de un casi exclusivo modelo productivo agroexportador con caídas y recuperaciones cíclicas, que han provocado endeudamientos con organismos multilaterales de crédito como el FMI, intervención de estos países en la política y administración locales, con altos costos culturales, sociales y económicos, como los gobiernos de facto en todos los países de la región, provocando grandes transformaciones en los proyectos culturales, de impactos altamente negativos tanto en lo material como en lo ideológico.
Así, las ciudades principales crecieron por fuera de sus posibilidades de sostenibilidad, expulsando a miles hacia sus periferias, dando paso a los círculos de pobreza, exclusión y escasez. Las periferias (con casi nula urbanización) no contaban con servicios básicos y muchas veces los modos de apropiación de estos territorios fueron violentos y de difícil organización social. Luego de la expansión de las ciudades hacia las áreas marginales como las villas en Argentina, las poblaciones en Chile o las favelas en Brasil, se volvieron parte del paisaje urbano. Estos asentamientos, se consolidan bajo los efectos de las políticas neoliberales de la década de los noventa que, en el caso argentino, fruto de la aplicación de estas recetas en materia de políticas públicas, han vaciado algunas empresas del estado cuyas instalaciones con grandes extensiones de terrenos, una vez desguazadas las mismas, provocaron grandes vacancias urbanas y en algunos casos, en los centros históricos, ocupados por estos asentamientos informales, tal es el caso de la Villa 31 de Buenos Aires, que hoy configura un conglomerado urbano absolutamente consolidado, desde la misma informalidad.
Por otro lado, los territorios rurales (caracterizados y organizados a través de la misma diversidad productiva) van a ir concentrando población mediante sistemas de pequeños pueblos que, con el paso del tiempo y cambio de escala poblacional, irán reproduciendo el fenómeno de urbanización de los grandes centros urbanos.
El fenómeno de la ciudad fragmentada y dispersa es un hecho: la fragmentación como efecto físico-espacial, sumado al crecimiento no planificado desde alguna racionalidad sustentable y los proceso de conformación del territorio, explicados anteriormente, han provocado grandes asimetrías en la accesibilidad de toda la población, desde la pobre conectividad en las redes viales a los servicios: esta falta de acceso consolida día a día efectos negativos en aspectos culturales claves no solo en torno al espacio público, sino cierta guetificación o formación de guetos, no solo en lo espacial sino en el propio tejido social de las comunidades urbanas, provocando exclusión y ruptura del espacio y del complejo tejido social que habitan las ciudades; en este sentido la villa o la favela tienen los mismos principios de exclusión, de identificación y de normas internas propias que un barrio cerrado o un country.
La historiografía de la arquitectura latinoamericana
urante el siglo XX, se formaron miles de arquitectos en las universidades latinoamericanas. La mayoría de ellos estudiaron sobre el mundo de la arquitectura europea y norteamericana, más que la propia latinoamericana. Los planes de estudio y los contenidos de historia y teoría se basaban en los tratadistas europeos que armaban y desarmaban la secuencia de estilos arquitectónicos y lenguajes desde la cultura griega hasta Le Corbusier y Wright. Poco se trabajaba sobre lo propio y de alguna manera tampoco se valoraba este proceso de laboratorio que fue dando forma a nuestras ciudades. Pero en el límite de la producción arquitectónica imitadora de los modelos importados, un grupo singular de arquitectos supo buscar e indagar en lo propio, sin negar sus influencias académicas extranjeras.
Arquitectos como Luis Barragán en México, Eduardo Sacriste o Claudio Caveri en Argentina, Rogelio Salmona en Colombia, Fernando Castillo o Enrique Browne en Chile, Eladio Dieste en Uruguay y Lina Bo Bardi en Brasil, no sólo lograron construir una nueva manera de proyectar, sino que instalaron una nueva mirada teórica sobre la arquitectura y lograron proyectar una nueva, más apropiada y apropiable arquitectura en la realidad latinoamericana.
Fueron reconocidos por muchos teóricos e historiadores de la arquitectura, que reunidos en grupos académicos como los SAL (Seminarios de Arquitectura Latinoamericana), también advirtieron la necesidad de construir un cuerpo de conocimientos teóricos propios alejada de la mirada extranjera. La mayor parte de la historiografía de la arquitectura occidental proveniente de Europa y Estados Unidos, comenzó a incorporar un capítulo sobre la producción americana, pero sin lograr entrar en nuestros problemas; se valoraban aquellas arquitecturas que estaban en consonancia con Europa o Estados Unidos, tal es el caso de Amancio Williams o Vladimiro Acosta en Argentina u Oscar Niemeyer en Brasil.
Los críticos como Marina Waisman, Ramón Gutierrez, Silvia Arango, Cristian Fernández Cox o Germán Tellez entre otros, han producido gran parte de la historiografía de la arquitectura latinoamericana y han dedicado su producción literaria a valorar las producciones arquitectónicas y urbanas de cierto compromiso con la realidad y problemas latinoamericanos.
Una síntesis posible para entendernos
Así, la arquitectura americana es parte de la forma en que genéticamente se instituye y desarrolla la cultura americana. Los procesos serían explicables a través de las sucesivas oposiciones con la sociedad que fue producto del mestizaje cultural, la presencia de la naturaleza sobre lo humano y la constitución de un tipo de ciudad que todavía no lograba desarrollarse plenamente en comparación con las urbes europeas. Las clases dominantes y los grupos de poder, que miraban con deseo la cultura europea, sobre todo a fines del siglo XIX, intentaban ser cosmopolitas, y reproducir los modos elitistas europeos en un contexto de políticas económicas de dependencia.
La historia de las ciudades americanas se desarrolló en un tire y afloje entre configurar los centros urbanos representativos del poder y la posibilidad de extender su dominio hacia los territorios vacantes. Muchos de estos intentos pusieron a la producción de la arquitectura en una situación de estado cero, al no pensar en el contexto histórico de sus producciones y fue sepultando las capas de que fueron el origen de las mismas. El proceso de conquista con fuerte connotación de etnocidio, repúblicas anglo-afrancesadas, orden agroproductivo inserto en la división mundial del trabajo, pertenencia marginal a la globalidad como estados portadores de endeudamientos externos sistemáticos y ejecutadores de continuos ajustes económicos a la población vulnerable, son parte de nuestra historia.
Un análisis socio-histórico posible, propone entender que América no logró atravesar el proceso de la construcción de una sociedad moderna porque no logró un estado de organización democrática y de consolidación económica al tiempo que necesitaba adecuarse a las exigencias que le imponía el sistema capitalista de relaciones productivas y unas series de condiciones políticas necesarias para concretar las dependencias a esa lógica de relaciones. Pero si se logró concretar una escena de modernidad cultural sin modernización socio-económica. Una modernidad que deviene superficial: es decir, plenamente abocada al cultivo fervoroso de las formas arquitectónicas y sus lenguajes y no de los contenidos.
La imposibilidad de concebir nuevos programas arquitectónicos que surjan de procesos genuinos modernos, fue llevando a las capitales americanas a concentrar sus esfuerzos en modelar arquitectura institucional bajo los formatos copiados de los estados europeos o norteamericanos, palacios de justicia, casas de gobiernos, legislaturas, etc. Por otro lado, por necesidad a adecuar y modernizar sus estructuras de transporte, comercio y almacenamiento de materias primas, se importaron formatos historicistas, pero con un tipo de construcción y tecnología producto de la industrialización del acero y las estructuras de hormigón armado, así se construyeron almacenes portuarios, mercado de abasto, terminales de ferrocarril y edificios para las grandes infraestructuras de servicios como el agua y la electricidad.
Las idas y vueltas entre una arquitectura que no enfrenta decididamente los problemas urbanos y otra que sólo repite los lenguajes con un apego creciente al manejo autónomo de la forma como modo claro de transformarse en un símbolo de las élites, comienza, desde las primeras décadas de este siglo, a erigirse como matriz de identidad cultural americana.
La producción arquitectónica se torna híbrida, en el sentido de no poder articular modernamente contenidos progresistas y estéticas renovadoras, y también en la relativa manifestación de esas formaciones promotoras del cambio cultural moderno que son las vanguardias. Las vanguardias latinoamericanas, en lo político y en el pensamiento social están casi siempre en un lugar marginal.
Los inicios de una arquitectura más reflexiva y de posibles acercamientos con la realidad americana, van a demorarse, ya que la producción estaba orientada a distintas ramas, que, vinculadas a posiciones y miradas culturales concretas, van a buscar una nueva expresión en los tipos y los lenguajes arquitectónicos.
Por un lado, se da una vuelta a las raíces de la arquitectura virreinal de corte español, con arquitectos como Manuel Mujica, en Venezuela y Martín Noel en Argentina. La arquitectura vuelve a un lenguaje barroco americano y busca consolidar un tiempo espacio que se consideraba propio e identitario. La arquitectura de porte clasicista, que se inspiró en las formas y tipos de los tratadistas del siglo XVIII, como Ricardo Larraín en Chile, José Villagrán García en México o Alejandro Bustillo en Argentina. Los ensayos de modelos modernos con lenguajes geométricos puros como Juan O’Gorman en México o Ricardo Porro en Cuba y la influencia de los exiliados de la Bauhaus como Hannes Meyer en México que lograron una propuesta muy funcional y mínima para las clases obreras, como Juan Legarreta en México o Rafael Lorente Escudero en Uruguay y en Brasil Oscar Niemeyer.
Posibilidades culturales para la elaboración de una sociedad y una arquitectura aluvional y mestiza
Si la cultura arquitectónica puede quedar definida en la identidad (entendiendo a la identidad como la capacidad cultural de un cierto grupo social de diferenciarse respecto de una civilización englobadora que tiende a neutralizar esas diferencias y por ende lo identitario), su proyecto (que puede provenir de una compleja interacción de sujetos y políticas y sociales, de la presión de ciertas élites dominantes y de modos de consumo, de producciones de objetos y de mundo según ciertas normas éticas y estéticas, o de la imposición de ciertos modos de hacer ciudad por parte del estado y sus instituciones) tendrá que manifestarse en una generación de productos y de arquitectura comprometida. La idea de identidad cultural de una comunidad territorial (una geo-cultura), por ejemplo, la nuestra, la americana, puede delinearse según la manera en que se relaciona esa producción cultural con la reproducción social. De acuerdo con este criterio podríamos proponer, en América, la hipótesis de una cultura arquitectónica posible que debe ser producida en el contexto de una sociedad dominantemente aluvional y mestiza y que, por ello, tiende a reproducir socialmente esas características.
Podemos hablar que existe una cultura alta o elitista que sostiene una postura negativa (en tanto se opone a reproducir esa sociedad mestiza, buscando en tal oposición, la instauración de una nueva sociedad moderna o modernizada, es decir, burguesa), y una cultura baja o popular-populista que sostiene una postura positiva (que reafirma la condición de la fusión cultural que presenta la sociedad aluvional y mestiza y que procura su reproducción). Para ejemplificar estas categorías basta ver la arquitectura y el posicionamiento de dos arquitectos chilenos contemporáneos como Mathías Klotz, que proyecta según las representaciones mentales de un grupo social de elite y que busca una arquitectura que los distinga, los emprendimientos en el norte de Papudo y Cachagua, en forma de enclaves de casas y chalets ultramodernos se contrasta con la postura comprometida de una arquitectura popular y situada de Alejandro Aravena, que toma el centro del problema y si bien todavía lejos de lograr impactos masivos, retoma concepto e ideas de Fernando Castillo con sus comunidades e intenta conjugar lo público, lo posible y lo diverso que se lee en todos los asentamiento denominados “la población” de la mayoría de las ciudades puertos chilenas.
Dentro de las solicitudes de una posible cultura positiva o baja, respecto de las determinaciones devenidas del peso de una sociedad aluvional, o sea, con prevalencia de recién venidos, del campo o de otras ciudades, incluso extranjeras, con muchos nuevos habitantes que no hablaban los idiomas nativos o que terminaban por desplegar sus propias jergas o medias lenguas; mestiza, o sea con dominancia de los cruces étnicos del blanco más o menos europeo con los elementos indios o negros, mestizaje que fue muy significativo en el comienzo de los asentamientos coloniales para sostener la población y así poder desarrollar un crecimiento demográfico, lento pero sostenido. La llegada en masa de población migrante se produjo en el siglo XIX, lo que produjo una nueva variante de mestizaje, el gringaje, con influencia de poblaciones europeas marginales y más bien campesinas o aldeanas. Las opciones dominantes resultarían de dos tipos: unas, situadas en la voluntad de favorecer la “mezcolanza” estética, es decir de producciones arquitectónicas que reflejaran las tendencias y el lenguaje de las culturas de origen, italianos, alemanes, etc. pero destacando el componente supuestamente más legítimo, o sea, el del origen ibérico, otras, decididas a afrontar las consecuencias de una plena fusión admitiendo la potencia de las propuestas estéticos negroides y/o indianos o gringos. En arquitectura ello se manifestaría en dos posturas; la primera ligada al despliegue de un estilo neocolonial y la segunda, que englobaría corrientes afro o indoamericanas (en Brasil, Paraguay, Perú, Guatemala, México, el sudoeste de USA, etc.) o gringas (sur de Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Colombia, Venezuela, etc.).
Un ejemplo de la primera corriente podría ser la Iglesia de Ancón, en Perú, que Enrique Seoane, quizá el más pleno exponente de la modernidad peruana de los ’40 y ’50. Es interesante la confluencia de lenguajes compositivos muy académicos y clasicistas, algunas organizaciones funcionalistas modernas que pueden verse en la manera de crear un lenguaje de libre estilización y simplificación de los elementos arquitectónicos parte de los motivos coloniales. Éstos en América resultan ser una mezcla de la arquitectura colonial barroca, versiones deformadas de los tratadistas del renacimiento italiano, tipologías tradicionales como la casa de patios sucesivos árabe y de Cádiz y elementos de procedencia indígena, sobre todo iconográficos y constructivos. Estas tendencias que pueden resumirse como una búsqueda de la arquitectura propia que reinterprete ciertos modelos históricos del proceso de formación de nuestras ciudades americanas, logró impactar, al menos en exponentes como Luis Barragán, en México o Julio Vilamajó en Uruguay, etc.
Cualquiera de las obras de Lina Bo Bardi, en salvador Bahía, como, por ejemplo, la “Casa del Benim”, esa especie de museo conmemorativo de uno de los principales países exportadores de esclavos hacia el nordeste brasileño, expresa la otra corriente, de aceptación y potenciación de las aportaciones culturales devenidas, en este caso, de la negritud. Existe una contradicción entre el origen rural de la cultura negra original y su reutilización en ambientes urbanos, por lo que la manipulación de los elementos afroamericanos se liga a los componentes ornamentales, a las prácticas de usos y festividades rituales-sociales, a los elementos blandos de la cultura (música, baile, vestimenta, gastronomía, etc.); por ello que el rescate pensado por Lina, se convierte en la ubicación de objetos y por otra, en museo, si bien la museificación propuesta por Bo Bardi (también en su SESC de San Pablo, que, en este caso, quiere homenajear la cultura material de origen proletario industrial) es urbana, turística, festiva y fuertemente vinculada a las puestas en escena o exhibiciones activas de los componentes que hacen al patrimonio intangible, es decir a las prácticas sociales identitarias de esas culturas mestizas.
El Museo del Barro de Carlos Colombino, en Asunción, sería otro ejemplo equivalente, en este caso vinculado al rescate de las tradiciones culturales de las etnias tupíes guaraníticas (grupos indígenas rurales del trópico cuya aportación cultural sustancial también se vincula a artesanías y/o rituales- y con componentes livianos -danza, música, fiestas religiosas, máscaras alegóricas, vestimentas, textiles, etc-. Ambos ejemplos, el ligado al neocolonial o el relacionado con el patrimonio cultural afroamericano, suponen modos de procesar componentes derivados de la sociedad mestiza en algunas de sus múltiples expresiones históricas, pero se trata de formas selectivas, ya sean institucionales o disciplinares de procesar en ámbitos culturales de sociedades urbanas aquellos materiales básicos.
Las casas sabaneras y otros proyectos semiurbanos de Salmona, como el Museo Quimbaya en Armenia, la Casa de Huéspedes Ilustres en Cartagena o el Centro Cultural J.E. Gaitán, parten de un concepto de orden (espacial o cultural) dentro del desorden del mundo natural, sobre todo en el caso colombiano. Los proyectos aparecen como una fundación nueva dentro de un contexto débil, es decir un entorno natural paisajístico fuerte sobre el cual se inscriben construcciones débiles. De allí que el criterio de Rogelio Salmona sea crear un orden espacial, que suele ser una analogía al mundo urbano, como por ejemplo una red o cuadrícula de espacios, a menudo atravesada por una diagonal que puede ser una acequia, dentro de un paisaje muy pregnante, que en el caso sabanero suelen ser praderas muy fértiles y verdes, telones montañosos sombríos, cielos pesados de nubes lluviosas, vegetación semi tropical frondosa, etc. El proyecto, que posee ciertas referencias históricas como las secuencias de patios, cobra así una tipología que recupera formas arquetípicas evocativas de un orden mestizo, con muros similares a las de las ciudades medievales de los burgos europeos, todo recortado pero en complejas yuxtaposiciones y encastres de figura y fondo, respecto de esa naturaleza preexistente en la cual no cabe otra posibilidad que acogerse o instalarse, incluso con algunas formas semejantes a la arquitectura islámica, mediante el recurso del paso diagonal del agua o la vegetación interior.
Se define así, una forma de proyectar que, desde una perspectiva cultural de apropiación geocultural, puede devenir un tanto anacrónica, y no necesariamente refleja todas las formas populares o mestizas de habitación. En el modo popular la naturaleza no llega a integrarse, sino que hay que invocarla, apartándose o negándola. El otro tema que Rogelio Salmona propone es el uso de la tecnología del ladrillo cocido, que con el tiempo se ha convertido en un posible lenguaje arquitectónico bogotano, y ha cumplido eficazmente el papel de contribuir a una identidad urbana. El ladrillo que Salmona rescata y eleva de un uso anteriormente bajo y humilde, será un recurso experimental ya que con él investiga formas, colores, cocciones, lo usa y lo pliega casi como un estuco, le sirve para reproducir los modos del trabajo en piedra, por ejemplo, con los arcos, las pilastras y molduras. Todas las variantes las aplicará a uno de sus edificios más representativos e institucional, los Archivos del Estado, en Bogotá. Pero también, como el cielo, el agua, la montaña o las praderas sabaneras, es un material natural proveniente de diversas arcillas cocidas, con sus colores y texturas, pero además con el suplemento de un oficio humano incorporado, que acompaña espléndidamente esa voluntad de convertir todo el gesto proyectual en un trabajo de instalación en lo natural previo. Esto lo distingue del uso casi folklórico y rural que le dará al mismo material el mexicano Carlos Mijares.
La cultura arquitectónica otra, la que intenta instalar la mirada desde y hacia adentro, hacia los problemas nuestros, los que día a día podemos interpretar en ese mundo construido, diverso, mestizo y heterogéneo, nace ciertamente de una mirada que acepta ciertos colonialismos y dependencias, pero se atreve a domesticar lo europeo y fagocitarlo para luego devolver un nuevo modo de hacer ciudad y cultura urbana. Es tarea necesaria y urgente construir una mirada desde aquí, como dice nuestro maestro Claudio Caveri, esa mirada debe instalarse en un nuevo pensamiento proyectual, que mire e interprete la cultura americana en su quehacer cotidiano, que instale de nuevo a los habitantes como centro y no como periferia, que rescate lo uno y lo otro que nos constituye en latinoamericanos, que nos acerque en formas colectivas de pensar la ciudad y lo público y que de una vez por todas trascienda las diferencias históricas e instale una mirada disciplinar basada en el habitar como centro del problema de la arquitectura.
La producción de una arquitectura apropiada y apropiable en Latinoamérica. Segunda parte
Notas sobre los capítulos 1 y 2 del libro “Otra arquitectura en América Latina” de Enrique Browne
Por Fernando Giudici.
Edición: Marisol Vedia
as mezclas étnicas y la dependencia de América Latina son un hecho: la permeabilidad cultural de sus sociedades es un factor determinante que permitió la coexistencia de muchos componentes activos. Es decir, que la idea de que una sociedad parte de cero es ingenua, ya que las transformaciones sobre el territorio son recombinaciones inéditas de elementos que ya existían de alguna manera.
En lo urbano y arquitectónico, por ejemplo, las ordenanzas de población que Felipe II publicó en 1573 para regular el trazado de las nuevas ciudades de ultramar fue una creación americana, ya que se basó en la experiencia obtenida al fundar muchas de las más importantes ciudades del área antes de dictar dichas ordenanzas: es el caso de Cartagena – Colombia (1533), Guayaquil – Ecuador (1535), Buenos Aires – Argentina (1536), Santiago – Chile (1541), Concepción – Chile (1550) y Caracas – Venezuela (1567), o en nuestro caso, San Juan (1562). Este modelo ha continuado funcionando por cuatro siglos. Otro ejemplo claro es la sacralización de los espacios públicos abiertos como un rasgo peculiar del urbanismo americano, derivado de la necesidad de evangelizar millares de indígenas. Los espacios eran insuficientes e inapropiados para la experiencia indígena cuyas prácticas rituales eran al exterior. De ahí el diseño de los atrios de las iglesias y la construcción de pequeñas capillas abiertas, denominadas capillas posas, que servían de referencia para las procesiones.
Es claro que en América Latina han abundado sincretismos superficiales, es decir adopciones de modelos sociales, políticos o administrativos foráneos sin posibilidad de adaptación a las circunstancias sociales y económicas locales, tal es el caso de los grupos de poder que gestaron los movimientos independistas a principios del siglo XIX. Luego vieron con buenos ojos adoptar modelos franceses y anglosajones desconociendo la estructura social de raíz indígena y española colonial, que era esencialmente católica, producto de los movimientos de órdenes religiosas que abordaron la contrarreforma y que se apoyaron en una arquitectura de origen barroco.
La arquitectura que representa a los grupos católicos que ingresaron a América producto de la conquista, tomaron el lenguaje y los elementos arquitectónicos del barroco español como posibilidad de representación de una sociedad mestiza de fuerte religiosidad emotiva. Estas adopciones tuvieron como objetivos simular el ingreso de esas élites al mundo moderno centroeuropeo, producto de la ilustración y el auge del cristianismo protestante del norte de Europa. En el siglo XVIII, Francia y los Países Bajos serán el modelo de las organizaciones políticas representativas, producto de la “Revolución Francesa” y el acercamiento de las clases burguesas al poder político. El pensamiento ilustrado, como consecuencia del pensamiento cartesiano, va a acercarse a las corrientes protestantes que rompieron, hacia fines del siglo XVI, sus relaciones con Roma y el papado.
El mestizaje cultural y la permeabilidad a las influencias externas son características de América Latina, y los resultados van desde síntesis creativas hasta sincretismos frustrantes. Por lo tanto, es necesaria la incorporación de estos factores en el estudio de la arquitectura contemporánea para saber y comprender de dónde llegan dichas influencias, cómo se arraigan y se combinan.
El cruce de elementos culturales en América Latina se manifiesta de forma sincrónica, ya que tienden a desarrollarse líneas artísticas superpuestas que en otras partes corresponderían a períodos históricos sucesivos bien delimitados. Esta particularidad americana dificulta la clasificación y periodización de dichos desarrollos culturales de manera tradicional. Para lograr entender los procesos, es necesario cambiar el concepto de sucesión de estilos históricos por el de coexistencia de los mismos. La arquitectura, producto de la imaginación o imaginería de los constructores y artesanos, combinaba formas y tipologías espaciales que en Europa habían estado separadas por cientos de años. La estructura de las naves principales de las primeras iglesias y los salones de los palacios responderían a formas típicas de la arquitectura gótica tardía española con sus bóvedas nervadas y sus arcos apuntados, mientras que el lenguaje de sus fachadas era producto de los experimentos del renacimiento español denominado plateresco.
Más que la yuxtaposición a-histórica de elementos en una misma obra, tiene que ver con la simultaneidad de diferentes líneas arquitectónicas. Estas líneas tienden a seguir desarrollos paralelos debido a asimilaciones dispares de influencias externas y condiciones internas. Las líneas se acercan o alejan entre sí. Los mismos arquitectos y constructores muchas veces pasan de una línea a otra según la coyuntura específica en la cual se inserta cada una de sus obras, sobre todo del tipo de encargo y el tema arquitectónico específico. En general, las realizaciones latinoamericanas han sido analizadas como variaciones marginales del quehacer arquitectónico de los países centrales. Este concepto imperial de la cultura arquitectónica (con centros emisores y periferias receptoras) es frecuente también respecto a otras regiones del planeta.
Desde una posible perspectiva local, se puede pensar un modo propio de comprender el fenómeno de la arquitectura contemporánea bajo la siguiente premisa: la arquitectura contemporánea latinoamericana ha evolucionado dentro de una permanente tensión entre «espíritu de la época» y «espíritu del lugar». Entre su ubicación en el tiempo y su ubicación en el espacio. Sin entender esto será muy difícil explicar su desenvolvimiento.
Alfred Weber, en “Sociología de la historia y de la cultura” plantea que lo histórico presenta muchas formas y es, sin embargo, una unidad: se trata de comprender a la arquitectura en una morfología histórica concreta, la cual incluye los diferentes ciclos históricos y fechas más importantes, los grandes acontecimientos sociales, los hombres y mujeres que fueron determinantes, el desarrollo estructural de las distintas formas socio-económicas y políticas, junto con otras metamorfosis del mundo construido que completan el cuadro histórico. Para Weber existen métodos que permiten al investigador presentarse ante el problema de captar y dominar la pluralidad que contiene dicha unidad histórica. Por lo tanto, existe una estructura interna de la historia que contiene diversas esferas o dimensiones de un mismo acontecer histórico: el proceso social, el proceso de civilización y el movimiento cultural. El proceso social corresponde a la morfología histórica concreta por ser el motor, a partir de las prácticas sociales, de los otros dos procesos.
Sobre el espíritu de la época y el espíritu del lugar
as nociones de espíritu de la época y espíritu del lugar han tenido diversas connotaciones filosóficas y de uso común a través del tiempo. Por lo demás, el primer concepto fue ampliamente utilizado por las vanguardias artísticas y arquitectónicas de comienzos del siglo XX.
Si se trata de precisar el significado de la noción «espíritu de la época», el panorama no es sencillo. Con esta expresión se ha traducido la palabra compuesta alemana zeit-geist, cuya circulación se debe principalmente al filósofo del idealismo alemán Friedrich Hegel (1770-1831) y que fue recogida y elaborada por varios autores posteriores. Se ha hablado también de «espíritu de la época» de un modo más general para expresar lo que podría llamarse el «perfil» de una época. Cuando se intenta especificarlo en determinadas manifestaciones culturales, políticas, artísticas, religiosas o socio-económicas, la unidad de dicho «espíritu» corre el peligro de disolverse.
Algunos autores han tratado también la noción de espíritu de la época como «poder organizador de la historia» mientras otros lo han acercado a la idea de «concepción del mundo». Hegel planteó que todos los fenómenos debían ser vistos dentro de su contexto sociocultural, y nunca aislados. Por ejemplo, para comprender la producción de la arquitectura, debe realizarse dentro del contexto de la vida cultural de un pueblo, ya que la arquitectura es una representación mental de la visión del mundo de dicho pueblo. De hecho, cada sociedad se caracteriza por su peculiar y distintivo espíritu. Cada arquitecto se apropia del mundo a través de las ideas, adquiriendo una «visión del mundo», ésta alojada en el consciente o el inconsciente de la mente del proyectista, se convierte en la manera de operar de toda la actividad proyectual. De este modo el arquitecto, en el acto de crear, expresa su visión del mundo en términos de espacios y formas habitables.
La cultura es un continuo estado de ser, se cancela y se preserva por la sedimentación de estados de crisis entre situaciones opuestas, es decir de dificultades que expresan las luchas de los grupos sociales para acceder al poder y el gobierno. Somos producto del «espíritu de una época» que resulta de la superación de los estados culturales anteriores. Se establecen fenómenos simultáneos o sucesivos con un sentido general común, donde todo está animado por un modelo colectivo. Respecto a este modelo cultural, todas las situaciones que tienden a rigidizar el modelo o flexibilizarlo pueden ser medidos respecto al origen. Por ello el «espíritu de la época» está en todas partes y es de ninguna parte.
El «espíritu del lugar», se entiende al pensar que el mundo vivencial y valorativo es propio de cada pueblo por sedimentación histórica y se vincula a un territorio particular. Por lo mismo, es que el ser es inseparable del habitar’, tanto en el plano individual como social, y el habitar se da en un tiempo y en un espacio específico. La noción que permite comprender el espíritu del lugar, es la de genius loci, que, como concepción romana, parte de una antigua creencia de que cada ser y localidad tenía un espíritu guardián. Este espíritu daba vida a los pueblos y a los lugares, determinando su carácter y esencia. Una buena relación con el genio de la localidad tenía una importancia decisiva, ya que la supervivencia dependía de un buen ajuste con el medio.
Los esquemas sensibles y emocionales que tienen las personas son aquellos determinados por sus experiencias de vida, a través de éstas toman conciencia del mundo donde viven y desarrollan sistemas de percepción que prefijan su comportamiento posterior. Estos esquemas contienen estructuras universales y estructuras determinadas por los lugares locales.
La identidad de los hombres presupone la identificación con un lugar y el sentimiento de pertenencia y orientación en él. Ya que el hombre habita, su mundo deviene un «interior», un lugar que adquiere un carácter particular o «espíritu». Éste sólo puede ser descrito desde la experiencia, ya que son fenómenos concretos y permean nuestra vida cotidiana con personas y animales, tierras y aguas, árboles y pastos, poblados y casas, sol y estrellas, estaciones que pasan, creencias, valores, costumbres y símbolos. El contenido de toda nuestra experiencia, es nuestra existencia.
El carácter de cada lugar no necesariamente permanece inmutable, sino por el contrario se transforma, dicha transformación no implica que su «espíritu» deba diluirse ya que su experiencia es requisito para la vida humana, por lo tanto, debe ser capaz de recibir contenidos nuevos sin perder su esencia. Estos nuevos contenidos corresponden al «espíritu de la época», el cual interactúa permanentemente con el «espíritu del lugar».
Todos los lugares han sido experiencia de fundación, de crecimiento, de densificación y de desborde, han logrado constituir centros históricos y barrios periféricos a este centro, dentro de estos barrios, a lo largo del siglo XX se han conformado nuevos centros menores, que ya pasados varias décadas van consolidando su historia y significado. Pero las ciudades mantienen ciertas relaciones espaciales y formales entre sus partes que son únicas, y a pesar que podemos identificar ciertas intervenciones similares, es decir que en su forma y espacialidad queda la huella de una época.
Por ejemplo, en la ciudad de San Juan, a pesar de las nuevas obras públicas realizadas alrededor del Parque de Mayo, los rastros del ferrocarril son parte de la historia ferroviaria, pero también del establecimiento y construcción de una serie importante de bodegas que quedaron interconectadas por ese ferrocarril interno y que a modo de cinturón de hierro circunvalaba el antiguo casco urbano a principios del siglo XX. Todo el conjunto de construcciones y de predios que fueron quedando libres participaron de un proceso lento de cambio y de remodelación urbana. Los barrios ferroviarios, de los que aún quedan edificaciones y nombres, como la Villa el Carril, son testigos de esas transformaciones.
En general las ciudades latinoamericanas han sufrido cambios similares y sus centros urbanos han quedado como testigos de varias épocas, pero todavía sostienen, en la relación con la geografía del lugar, su clima y las condiciones culturales que posibilitaron su desarrollo un cierto espíritu propio.
Períodos y líneas arquitectónicas
Hacia la segunda mitad del siglo XX, América Latina estaba muy lejos de ser una réplica de lo que Europa evidenciaba en el surgimiento de las vanguardias culturales. Tanto en el arte como la arquitectura, las teorías de los más importantes referentes de la arquitectura moderna ya eran parte de las propuestas académicas de los distintos centros de formación. Las publicaciones sobre la obra temprana de Le Corbusier, Mies Van de Rohe y Walter Gropius, ya eran parte de las discusiones en las universidades.
En Latinoamérica las sociedades eran predominantemente tradicionales y las economías nacionales estaban orientadas a la producción y exportación de materias primas. La crisis internacional de 1930, con la caída de la bolsa en Wall Street en los Estados Unidos, detuvo un cierto crecimiento de las economías y los productos ya no tuvieron la misma seguridad de los mercados internacionales. Esto provocó que las economías buscaran la posibilidad de un desarrollo interno, buscando alternativas de industria nacional sobre todo vinculado a las actividades de producción de materias primas y sus derivados. Sin embargo, estos nuevos modelos no adquirieron plena vigencia hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Por lo mismo, difícilmente explican la prematura aparición de la nueva arquitectura en América Latina.
Hacia fines de los años 20, la arquitectura que se construía en las ciudades capitales y que tenía una cierta importancia por su uso y su representación social, sobre todo los edificios institucionales, desde una sede municipal hasta un club social de alguna colectividad de fuerte impronta inmigratoria, se basaba en un eclecticismo generalizado. La arquitectura historicista (y luego eclecticista) tuvo su origen en Europa y representó el fin de una cadena estilística que comenzó con la arquitectura griega en el siglo V antes de Cristo.
Todos los períodos históricos que son retratados por la historiografía arquitectónica europea, han construido sus formas y sus lenguajes a partir del uso de las formas y los elementos arquitectónicos clásicos, que mayormente fueron pensados y construidos por la cultura griega y romana. Los órdenes griegos, como el dórico, el corintio y el jónico, fueron parte del lenguaje de la arquitectura hasta principios del siglo XX y sobre esta fecha ya revestía una actitud de volver a combinar todos los lenguajes de distinta forma, por ejemplo, en el caso del neoclasicismo afrancesado – que fue parte fundamental de la construcción de la ciudad de París en el siglo XVIII-, junto con un neo renacimiento italiano – que sirvió para la construcción de toda la arquitectura de grandes palacios de los grupos sociales de poder de los países centrales a modo de grandes villas suburbanas.
En esta época, los arquitectos agrupados alrededor de la École de Beaux Arts de París, seguían pensando que el lenguaje de la arquitectura debía ser una reinterpretación de los estilos históricos y provocaron un agotamiento que los pioneros del diseño moderno (en las últimas décadas del siglo XIX) supieron aprovechar para instalar una nueva visión de la arquitectura. El problema de adaptar estos lenguajes y formas históricas en Latinoamérica es que ni siquiera representaban una vuelta a una historia propia, sino ajena.
Los movimientos culturales internos que lograban ver que la arquitectura latinoamericana estaba siendo una vez más colonizada por los modelos europeos, intentó pensar en una arquitectura que rescatara ciertos valores y lenguajes de la propia historia. En ese camino de búsqueda surgieron en todas las capitales americanas arquitectos que intentaron sintetizar las formas y las tipologías de la época colonial y a veces más atrás intentando retomar algunos lenguajes propios de la arquitectura prehispánica como la azteca o la maya en México y la inca en Perú. La apuesta neo colonial generó una serie de tipologías que, si bien tuvieron una aceptación social buena, no lograron resolver los problemas de crecimiento y desarrollo que tenían nuestras ciudades americanas.
Según algunos autores, como Ramón Gutiérrez, la actitud de tomar las influencias europeas y norteamericanas sin ningún tipo de reflexión o de adaptación fue una constante, incluso con la arquitectura llamada del “movimiento moderno”. Un ejemplo muy claro de esta afirmación fue el plan de reconstrucción de San Juan luego del terrible terremoto de 1944, que dejara todo el centro de la ciudad en ruinas.
La mayoría de las propuestas hechas para levantar la nueva ciudad dejaban de lado a la antigua, sin tener en cuenta las tipologías y los lenguajes que estaban en la memoria de la población. Incluso alguna de las propuestas proponía construir una nueva ciudad en otro sector del Valle del Tulum y abandonar la antigua.
Es decir que las propuestas de la arquitectura moderna en América era definitivamente una apuesta a una utopía que en Europa no pudo ser construida, ya que todo el viejo continente, luego de la II Guerra Mundial, había sido reconstruido en sus formas originales históricas. Las ciudades alemanas como Berlín que sufrieron lo más terribles bombardeos constantes durante la finalización de la guerra, reconstruyeron sus edificios desde el suelo idénticos a cómo habían sido antes de la guerra.
La arquitectura moderna en América Latina ha estado sometida desde sus inicios a una tensión entre su ubicación en el tiempo y en el espacio, entre el espíritu de la época, progresista y cosmopolita, y el espíritu del lugar, con sus características físicas y culturales locales. Estas fluctuaciones entre universalismo y localismo anteceden a la introducción de la arquitectura moderna. Se manifestó un deseo, por parte de los arquitectos modernos latinoamericanos, de incorporarse al mundo contemporáneo y, simultáneamente, responder a los requerimientos de un mundo tan distante geográficamente y socioculturalmente. Esta situación creó una tensión entre lo que era necesario hacer para que las ciudades crecieran y se modernizaran y contener la posibilidad de no arrasar con lo existente
Volviendo al caso de San Juan, esta tensión se dio claramente entre los proyectistas y la sociedad que quería sostener sus posesiones y sobre todo sus lugares de ocupación histórica. Las nuevas propuestas urbanas para la reconstrucción de San Juan estaban llenas de los formatos que habían sido explorados por los maestros de la arquitectura moderna en Europa.
Por ejemplo, los barrios obreros se llenaban de grandes bloques de edificios prismáticos, sin ninguna referencia a lo anterior. Así lo imaginaron arquitectos como Bereterbide, o Hardoy, que estaban a la vanguardia de las ideas modernas en Argentina. Estas experiencias de viviendas en grandes bloques ya habían sido realizadas en los barrios obreros en las afueras de Liverpool o Londres, luego de que la revolución industrial impulsara la industria de las hilanderías inglesas: los famosos “slums” que fueron parte del terrible hacinamiento y malas condiciones sanitarias. El modelo fue de nuevo tomado y mejorado por Le Corbusier, con sus famosas unidades de habitación, la más famosa: la de Marsella, que circuló por todos los libros de arquitectura contemporánea, pero en su concepción de vida social no logró tanto éxito.
San Juan no quedó afuera de las teorías de la arquitectura moderna y gran parte del eje monumental cívico que pensó Pastor, el urbanista que quedó primero para el plan de reconstrucción, incluyó varios edificios modernos de gran escala que hoy definen el perfil urbano entre las dos plazas principales (Plaza 25 de Mayo y Plaza Aberastain). Los edificios 9 de Julio, 25 de Mayo, Banco Nación, Rectorado de la UNSJ (ex – Banco Hipotecario), Juzgado Federal (ex – Banco Nacional de Desarrollo) y el Correo Argentino, son una expresión clara de los motivos y lenguaje de la arquitectura moderna. Pensados y proyectados en oficinas de Buenos Aires, fueron casi monumentos de lo moderno y del cambio sustancial de forma y espacio para la nueva ciudad.
Así como una actitud meramente aluvional, en varios países de Latinoamérica referentes de la arquitectura y de la academia, se expresaron a favor de tomar los modelos y formatos europeos sin demasiada crítica y adoptar la situación local para que esta arquitectura desembarcara en las ciudades puertos americanas. En Argentina, Ernesto Vautier y Alberto Prebisch planteaban en 1924 que «nuestra situación excepcional de pueblo sin pasado y sin tradición nos permite considerar objetivamente las condiciones de vida actual y tratar de ver claro el espíritu de la época». Ese espíritu de la época era tomado de los discursos modernos que promulgaban los arquitectos, diseñadores y urbanistas alrededor de los CIAM, y no tenían otra misión que colocar a la arquitectura moderna en un rol mesiánico de solucionar todos los problemas de hábitat para el siglo XX, desde una escala doméstica hasta la ciudad entera. Pero usualmente, los líderes latinoamericanos se debatían entre «época» y «lugar». De hecho, el mismo Prebisch diría algo más tarde que «lejos de constituir un obstáculo, la tradición parece ser, por el contrario, un elemento de imprescindible y activa influencia en la creación artística», revalorando la arquitectura popular argentina. El problema principal estaba, sin embargo, en cómo conjugar en las obras concretas el anhelo de modernidad con las condiciones locales. Julio Vilamajó, en Uruguay optó en su propia casa, construida en 1930, por una sencilla volumetría estilo moderno internacional combinada con ornamentación morisco-española.
Esta relación dialéctica, que sugiere tomar los formatos de la arquitectura moderna europea y buscar adaptarlos a la situación local, se mantiene durante toda la evolución de la arquitectura contemporánea en América Latina. En las obras de estilo moderno internacional la pretensión es aproximarse lo más posible a los modelos o normas extranjeras. En las tendencias neo-vernaculares se busca una síntesis formal entre conceptos contemporáneos y las tipologías, materiales y tecnologías locales. Estas dos líneas actúan como polos durante el primer sub-período (1930-45). Se mantienen y evolucionan como tales a través de distintas variantes. Por ejemplo, el estilo internacional continúa especialmente en la arquitectura comercial y adopta progresivamente una imagen de alta tecnología, sobre todo con variaciones de la terminación de las envolventes exteriores, por ejemplo, los edificios dejan de mostrar un lenguaje de muros con aventanamientos para transformarse en una continuidad de vidrio separada de la estructura resistente, a esto se le denominó «muro cortina».
Estas propuestas colocan a las ciudades capitales latinoamericanas en una situación paralela de novedad con sus pares europeas, pero no aportan ninguna innovación al respecto. La variante neo-vernacular, es usada fuera de los centros urbanos, tiene una mayor cercanía con las formas y tipologías históricas, pero se establece preferentemente fuera de las grandes ciudades. Su ajuste a las condiciones del lugar tiene efectos positivos en la búsqueda de una arquitectura apropiada, pero su carácter semi artesanal y localista le resta proyección para las soluciones sociales de grandes masas.
Durante el segundo sub-período (1945-70), período de pos guerra para los europeos y norteamericanos, el futuro y el cambio se convierten en valores en sí mismos. Con variantes, los estados nacionales latinoamericanos adquieren un protagonismo central y se proponen como objetivos básicos el sustituir las importaciones y dar impulso a la industrialización, junto con otras tareas de modernización política y social. Se puede entender que los distintos estados que conforman el territorio latinoamericano son comprendidos, desde los países centrales, como en vías de desarrollo y que la meta de éstos era alcanzar el desarrollo a imagen y semejanza de los otros. Esta visión deformada, que no permite ver un futuro propio y que tenga la posibilidad de crecimiento con identidad local, puso a un sector de la sociedad en una carrera por obtener el tan preciado desarrollo, a costo de vaciar de contenido las producciones de la ciudad y de la arquitectura.
La mayoría de los arquitectos modernos latinoamericanos se apegan a esta idea de desarrollo, pero la nueva arquitectura necesitaba recursos para pasar de los manifiestos, las publicaciones hechas en revistas y proyectos aislados, a otra etapa de amplia proyección social, construyendo en gran escala. A su vez, los estados latinoamericanos que estaban abocados a concretar esa modernización necesitaban simbolizar dicho progreso, sea en obras representativas o de bienestar social.
Como la modernización seguía pautas cosmopolitas, nada más lógico que adoptar una arquitectura internacionalmente reconocida como progresista. El Estado se convierte así en el «príncipe moderno» de la nueva arquitectura: un gran porcentaje de las obras más significativas de este período son financiadas por él. En todo caso, las obras más destacadas de la arquitectura del desarrollo son difundidas internacionalmente.
La historiografía sobre arquitectura latinoamericana, editada en diferentes partes, con distintos enfoques y posiciones ideológicas, coinciden en señalar obras como las de Oscar Niemeyer, desde Pampulha (1943) hasta Brasilia (1956-67). También aparecen reiteradamente los trabajos de Félix Candela en México, como la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad (1956) o el restaurante en Xochimilco (1958). Otras obras predilectas son la Ciudad Universitaria en Caracas (Carlos Raúl Villanueva, 1954), la sede de Naciones Unidas (CEPAL) en Santiago (Emilio Duhart, 1966) y el Banco de Londres en Buenos Aires (Clorindo Testa y SEPRA, 1966).
Si bien fue en la década del 70, San Juan fue testigo de esta arquitectura monumental, el concurso para el Centro Cívico fue un hecho de mucha trascendencia. Los estudios más importantes del país participaron y el resultado fue dar el proyecto al segundo premio, cuyos autores fueron el equipo de arquitectos integrados por Antonini, Schon, Zemborain, Llauró y Urgell. La mirada no era muy distinta a las grandes obras civiles de la época como el proyecto de Clorindo Testa, para el centro cívico de Santa Rosa, La Pampa. El centro cívico sanjuanino se resume en una gran estructura hormigón armado y vidrio de más de doscientos metros de largo que contiene todas las funciones, es decir una gran mega estructura funcional que nada tenía que ver con la escala de los edificios públicos de San Juan. Sobrepasado en escala y en servicios necesarios quedó abandonado en su estructura de hormigón armado por treinta años sin poder concluirse, se transformó en un monumento a la incapacidad del estado en concretar sus proyectos urbanos y políticos.
Simultáneamente con el auge de la arquitectura del desarrollo entre 1945-70, otra arquitectura aparecía tímidamente en América Latina. También pretendía reinterpretar el movimiento moderno. Sus representantes parecían dudar respecto al progreso lineal desde el «subdesarrollo» al «desarrollo». Más aún en cuanto a lograrlo con modelos extraídos de los países centrales, sin considerar las condiciones históricas y culturales de la región. A través de una arquitectura más realista, humilde y arraigada, postulaban implícitamente otra modernidad. Una modernidad apropiada a la condición periférica de estos países. Su arquitectura no pretendía ir adelante del progreso económico y social de sus pueblos, sino que aceptaba su realidad «real». Utilizaba tecnologías intermedias. Era contextual respecto al entorno urbano y natural. También respetuosa de valores, costumbres y tradiciones latinoamericanas. Su expresividad radicaba en el uso del color, de las texturas y el trabajo de la luz. Alejada de la euforia desarrollista, esta arquitectura partió en condición marginal respecto al poder político y económico. Como línea permaneció sumergida durante el período 1945-70. Sus obras fueron modestas y su difusión escasa. Tal fue el caso de Luis Barragán, en México.
Los cambios en las condiciones socio políticas y económicas de los estados americanos entre los años 70 y 80 -a nivel de modelos extranjeros y realidades propias- hacen que artistas e intelectuales empiecen a repensar el tema de la modernidad. Sin embargo, los beneficios del progreso material que experimentaron los países no fueron equitativos. Hacia 1970, el 10% más favorecido de la población disponía de alrededor del 47% del ingreso total, mientras que el 40% más desfavorecido obtenía sólo el 17%.
Paralelamente, el proceso de urbanización se aceleró grandemente concentrándose en las grandes ciudades. Hacia 1970 el 57% de la población latinoamericana era urbana y gran parte de ésta vivía en ciudades de más de un millón de habitantes. Los sectores modernos de la economía no fueron capaces de absorber la mano de obra disponible, resultando así una situación de empleo escaso. Se incrementó la escasez de viviendas y servicios urbanos. Es ilustrativo el explosivo crecimiento de los «asentamientos irregulares», los cuales alcanzaron a cerca del 35% del total de la población de las grandes ciudades.
Estas condiciones desiguales que se notaban en el centro de las ciudades capitales latinoamericanas daban cuenta que la arquitectura de estado no había logrado estar a la altura de las consecuencias del crecimiento y desborde de los centros urbanos.
La otra arquitectura, la moderna pero reflexiva respecto de las realidades locales, se conecta con la recurrente preocupación por la identidad cultural y la necesidad de un progreso acorde con la historia, costumbres y condiciones latinoamericanas. No es raro entonces que esta nueva sensibilidad internacional y regional comience a reconocer los méritos de esa otra arquitectura, sumergida durante más de dos décadas de euforia desarrollista.
Dicha arquitectura que se mantuvo escéptica y marginal – postulando mayor realismo frente a la capacidad económica y tecnológica de los países y más respeto por sus valores y tradiciones – comienza así a tener vigencia y ser reconocida. Hacia fines de la década de los años sesenta la arquitectura internacional tendía a buscar nuevos caminos incluyendo a las ciencias sociales como la psicología, la sociología, las búsquedas de trabajos interdisciplinarios que permitieran comprender la complejidad del fenómeno urbano como por ejemplo la teoría general de sistemas, las metáforas organicistas y organismos mutables como las superestructuras.
El reclamo es por una autonomía de la disciplina arquitectónica Se empezó a reclamar la autonomía disciplinaria, la recuperación de la historia, el rescate de las tipologías tradicionales, la valoración y remodelación de los espacios públicos, la peatonalización de las áreas centrales e históricas, la conservación y restauración de barrios y edificios que son considerados parte del patrimonio cultural, junto con otras cuestiones que fueron dejadas de lado por el modernismo.
En la Figura 13, Enrique Browne organiza de algún modo posibles períodos para la evolución de la arquitectura contemporánea en Latinoamérica.
El primer período, como habíamos desarrollado, se da en una tensión constante entre la arquitectura moderna estilo internacional y las propuestas que buscan recuperar ciertas tradiciones formales y tipológicas de la historia hispanoamericana. El espíritu de la época, representa todos los esfuerzos por estar a tono con las tendencias vanguardistas europeas y considerar que la arquitectura debe estar en sintonía con una sociedad post industrial que va desarrollando todo tipo de objetos que acompañan la vida moderna, desde el teléfono, el automóvil, los ferrocarriles, la aviación y los avances tecnológicos producto de la guerra, como los helicópteros, submarinos. También los avances científicos de las primeras décadas del siglo en materias como la física, la química, la biología y la medicina, el uso de energías no convencionales como la atómica y el desarrollo de la electrónica y las comunicaciones como la radio y la televisión.
Todos estos avances debían estar acompañados de una arquitectura maquinista, funcional y de alta racionalidad en el uso de los materiales y la tecnología. La propuesta local y vernacular tira de la cuerda buscando una forma que sea propia y que remita a representaciones de la cultura hispánica con sus influencias árabes, ya que al momento de la conquista la cultura y la sociedad del sur de la península ibérica había estado ocho siglos bajo el dominio islámico, por lo que se mestizó toda la producción cultural hacia formas que se denominaron mudéjares. La idea del patio andaluz en las casas coloniales es una derivación de los patios mudéjares del norte de áfrica. En las distintas ciudades del actual Marruecos podemos ver el origen de esas casas a patios.
En San Juan, la casa natal de Sarmiento, en su desarrollo tiene las características de esas casas, el zaguán de la entrada y el primer patio organizan la distribución del resto de las habitaciones. En este primer período aparece parte de la obra de Eduardo Sacriste en la ciudad de Tucumán, tanto sus casas urbanas como las que proyectó para la zona de Tafí del Valle tiene en su esencia una búsqueda de los aspectos culturales locales en relación al clima y tipos de espacios y materiales que sirven para identificar un espíritu del lugar.
El segundo período se caracteriza por un decidido auge de la arquitectura internacional, más abstracta y con menos referencias hacia las culturas locales, que parece poder ser construida en cualquier ciudad capital y representar las mismas relaciones de poder y ambición técnica. Si bien algunas obras muestran buen diseño y materialidad, como la obra de Mario Roberto Álvarez, por su calidad espacial y propuesta urbana, los motivos del lenguaje se repiten y proponen una cierta homogeneidad en el tratamiento de las envolventes, es decir sus fachadas.
En la otra punta de la cuerda están los proyectos de aquellos arquitectos, que, si bien están dentro del uso de elementos ya aceptados por la modernidad, las tipologías y sus organizaciones espaciales, pretenden incorporar nuevamente ciertas metáforas históricas con el desarrollo de nuevos lenguajes formales. Casi todos estos ejemplos tuvieron un proceso de búsqueda y experimentación muy importante para lograr despegar de los elementos básicos del lenguaje moderno, es decir muros lisos, hormigón armado a la vista y cerramientos de gran tamaño en vidrio y metal.
Las experimentaciones que Eladio Dieste logró, en Uruguay, a partir del ladrillo cocido y la combinación con armaduras de hierro creando la cerámica armada, le dio la posibilidad de gran expresión plástica y espacial, a partir de repensar la resistencia de las estructuras por la forma misma. La Iglesia del Cristo Obrero, en la ciudad de Atlántida es un ejemplo más que locuaz. Rogelio Salmona, en Bogotá, logra repensar la arquitectura en altura para viviendas de interés social en el conjunto de las Torres del Parque, a través de una serie de organizaciones circulares configura patios urbanos con tipologías de apartamentos en terrazas. Reintroduce el valor del muro de ladrillo visto para provocar nuevas texturas y colores que van desde lo pequeño hasta la escala urbana misma. Lina Bo Bardi es capaz de interpretar la materialidad y espacialidad de las culturas populares brasileñas, para lograr una serie de formas y conjuntos que representan lo mestizo y heterogéneo. El CESC Pompeia, con su carácter cambiante y de una fuerte idea de reciclar lo viejo y lo patrimonial como algo con valor en la memoria colectiva, conjugado con las prácticas sociales es un hecho de celebración misma de las mixturas étnicas que conformaron la sociedad brasileña. Todas estas expresiones fueron conectándose de alguna manera y de a poco se fueron escuchando las voces de otra arquitectura posible, que no abandonara la tensión de lo mestizo y lograra encontrar una relación concreta con lo popular y mágico de las sociedades latinoamericanas.
En la actualidad las ciudades latinoamericanas presentan un collage de alternativas que ya no son dependientes directas de la modernidad y pueden ser producto de miradas y reflexiones locales. Lo difícil es poner a conjugar las posibilidades de experimentar y explorar con cierto compromiso nuevas formas y espacialidades sin dejar afuera a la sociedad con sus demandas.
En San Juan, las últimas obras que se pueden apreciar conformando el nuevo barrio cívico en torno al Centro Cívico, todos de carácter público, no logran representar las formas y los procesos culturales que llevaron a nuestra ciudad a lo que es hoy, dentro de un proceso fisurado por el terremoto de 1944. Se trata de arquitecturas que parecen nuevamente volcarse hacia reproducciones de las formas europeas sin una crítica de por medio. La posibilidad de comprender que los espacios públicos son una expresión de toda una comunidad y que las prácticas sociales son el eje de toda ideación y proceso proyectual, hoy, no son asumidas por la arquitectura actual. El predio del ferrocarril, cuya localización, durante décadas sirvió para delimitar el casco urbano de la ciudad hacia el oeste hoy, no logra consumar una propuesta clara como una totalidad, las intervenciones que ha sufrido son fragmentadas y no dialogan entre sí, más aún, se excluyen unas a otras, y en el medio, como quien asiste pasivamente a este proceso, inmutables, los dos edificios de las dos estaciones de ferrocarril que aún persisten como los hechos urbanos por excelencia, cuya presencia nos cuentan la historia de la San Juan que alguna vez pretendió ser.
Créditos
Textos por Fernando Giudici.
Edición: Marisol Vedia.
Diagramación: Martín Krywokulski